Las fiestas de Navidad traen a nuestra consideración la vigencia de los valores cristianos que esta celebración encierra. Algunos agoreros se lamentan año tras año de una supuesta pérdida del sentido cristiano de la Navidad al comprobar la sustitución en los grandes almacenes o en espacios públicos de algunos signos navideños tradicionales en España por otros más internacionales que —dicen— ocultan el significado religioso. Otros —que recuerdan inevitablemente al Ebenezer Scrooge del Cuento de Navidad de Dickens— se quejan amargamente de la brutal comercialización de estas fiestas en las que los ciudadanos se lanzan a despilfarrar desaforadamente sus ahorros de todo el año en las tiendas y grandes almacenes para satisfacer así sus caprichos. Me parece a mí que ni unos ni otros aciertan. Entre luces, villancicos, panderetas y enormes comidas familiares se abre paso nítidamente la conciencia de que Dios ha nacido en Belén y que aquel hecho maravilloso ha cambiado por completo la historia humana y ha cambiado las relaciones entre nosotros.
El símbolo esencial de la Navidad no son las figuritas de los nacimientos, ni los barbudos Santa Claus o Papa Noël, ni el árbol majestuoso iluminado, ni las herraduras adornadas o las hojas de muérdago, ni el besugo, el cava o los turrones de Jijona. El verdadero símbolo de la Navidad son, sobre todo, los regalos. Los regalos de los pastores y de los magos al Niño son el signo más luminoso de la Navidad cristiana. Frente a quienes piensan que el sentido cristiano de la Navidad se está perdiendo a manos de las campañas publicitarias de los grandes almacenes vale la pena recordarles que gracias al trabajo extraordinario de todos estos comercios en estas fechas, resulta posible que gocemos de la experiencia maravillosa de que "hay más alegría en dar que en recibir" (Hch 20, 35). No sólo volvemos a ser niños, sino que realmente aprendemos a dar y a recibir que es lo que nos hace realmente humanos.
Los regalos son importantes por su carácter extraordinario. Los regalos son la manera extraordinaria en que quienes se quieren se expresan su afecto habitual en aquellas ocasiones singulares más significativas. No se quieren porque se hacen regalos, sino que se hacen regalos porque se quieren y desean expresárselo recíprocamente. Como todos tenemos bien experimentado, los regalos no valen por lo que cuestan en euros, sino que valen por el cariño, el esfuerzo, el tiempo que la persona querida ha invertido en su búsqueda, en su elección o en su preparación. Por eso muchas veces nos resulta tan importante el envoltorio o el estuche como el obsequio mismo. "Para la ternura siempre hay tiempo" titularon en 1986 su álbum doble Ana Belén y Víctor Manuel: efectivamente lo que valoramos en un regalo es la ternura que ha puesto en el obsequio quien nos lo hace, a la que correspondemos con la nuestra expresada en agradecimiento.